Flotan como dos minúsculos satélites en el recinto del puente de mando alumbrados por el candor fantasmagórico de las luces de emergencia. Fuera, la nada y el todo a los escasos veinticinco centímetros de distancia del grosor del fuselaje que los separa del frío y la soledad infinita del espacio.

De repente, el sistema de gravitación del interior de la nave vuelve a funcionar y ambos caen a plomo, entre el estruendo de fragmentos de cristales que impactan también contra el suelo. La iluminación ahora baña con precisión quirúrgica toda la escena. Él es el primero en hablar:

-¿Qué ha pasado?- murmura tumbado y con gesto dolorido.

Ella se semiincorpora con cuidado. Aún sentada en el suelo, mira a su alrededor antes de contestar:

-No estoy segura. Todo apunta a un problema en la navegación automática. Es la explicación más sencilla a que la nave se haya reiniciado y nos haya sacado del letargo espacial.

-Sí- responde él mientras, por fin, se levanta y procede a estirarse con pereza-, tienes razón. Aunque, no sé, me siento raro…

-A ti también te pasa, ¿verdad?- pregunta ella. Él la mira algo extrañado, sin contestar. Entonces, ella termina de incorporarse mientras sentencia:- Tampoco te acuerdas de nada.

Él parece dubitativo antes de decidirse a hablar.

-No, exactamente. Me acuerdo de muchas cosas. Pero…

-Pero no te acuerdas ni de quién soy ni de qué hacemos en esta nave- concluye ella mientras asiente con la cabeza-. Yo estoy igual. Pérdida de memoria a corto plazo. Un efecto secundario frecuente en las interrupciones bruscas de un letargo espacial programado.

-Genial- murmura él- ¿Y ahora qué hacemos?

Ella, por toda respuesta se dirige a la proa de la nave y se sienta frente al ordenador de a bordo. Él la sigue, aún desperezándose. Cuando ella empieza a manipular con soltura el panel táctil, él ya está detrás, contemplando los datos que muestra el monitor.

-Bueno-dice él- según esto, estamos a poca distancia de la colonia espacial H-51 y viajamos a bordo de un carguero. Eso quiere decir que llevábamos unos dos meses en estado de letargo y que…

-Espera, ¿qué coño es esto?- interrumpe ella alarmada mientras señala en la pantalla.

-No puede ser…- murmura él incrédulo, aferrando el asiento- ¿Qué es esto de que en esta nave sólo viaja un humano?

-Lo dice bien claro- replica ella-. Se trata de un viaje de protocolo individual estándar.  Sólo un ocupante humano acompañado de un humanoide de servicio a bordo. Nada más.

Ambos quedan en silencio mirándose mutuamente. Sólo se oye el hipnótico zumbido del motor de la nave. La pregunta obvia parece flotar en el aire sin que nadie se atreva a formularla. Finalmente, él se sienta en el asiento contiguo sin dejar de escrutar ni un momento el rostro impasible de su compañera de viaje.

-Así que eres una Mech…

-¿Yo?- reacciona ella sorprendida- ¿Y por qué yo?

-Hombre, yo sé quién soy. No recuerdo nada de este jodido viaje pero tengo intacta la memoria de mi infancia, de mi matrimonio y del nacimiento de mis tres hijos, por ejemplo. Yo soy humano.

-Ya- ahora el tono de ella tiene destellos de sarcasmo- ¿Has oído hablar de los recuerdos implantados, genio? Fragmentos artificiales de memoria que se graban en los humanoides para proporcionarles un pasado que les haga tener comportamiento humano. De hecho, tus recuerdos son todos muy bonitos. Perfectos, diría yo. Yo, sin embargo, no puedo olvidar la agonía de tres años de mi pareja antes de que muriese de una enfermedad degenerativa incurable. ¿Qué clase de programador me habría implantado traumas imborrables? ¿Qué sentido tiene eso?

-¡Ja!- ahora es él el que asume un tono irónico- ¿Y cómo sé que no mientes? SI yo fuese un jodido mech, no encontraría una oportunidad mejor para hacerme pasar por un ser humano.

-¿Y cómo sé que tú dices la verdad?- replica ella con rapidez.

-¡Porque yo soy humano, joder!- grita él fuera de control descargando un puñetazo sobre el reposabrazos del asiento.

El silencio, más opresivo que nunca, vuelve a caer mientras se escrutan, se observan, se vigilan con avidez como si buscasen un destello, una respuesta definitiva a la propia duda en la pupila ajena. Los minutos se arrastran. La nave se mueve a toda velocidad hacia su destino pero, desde dentro, da la sensación de permanecer tan inmóvil como ellos mismos, anclados a sus respectivos asientos. Al fin, ella exhala un suspiro.

-Mira- comienza, con tono sosegado-, pensándolo bien, estoy casi segura de que los dos estamos diciendo la verdad. O, al menos, creemos decir la verdad. Pero, aunque parezca una locura, uno de los dos no es humano. Y no hay manera de saber cuál es.

-Tienes razón- responde él entrecerrando los ojos mientras se masajea la sien ensimismado-. Es una puta pesadilla pero tienes razón.

A continuación, resopla y gira el asiento hacia ella para añadir, en un tono más casual:

-Por cierto, ¿es cosa mía o hace calor aquí?

-Bueno… Acabo de subir unos grados la temperatura. Tenía algo de frío.

Él la mira durante unos segundos. Una mueca parecida a una sonrisa se dibuja en sus labios.

-¿Qué?- pregunta ella con curiosidad.

-Bueno, te iba a decir que si tienes frío es que tienes el termostato estropeado pero, en estas circunstancias, no creo que sea un comentario muy apropiado…

Ambos vuelven a sostenerse la mirada unos segundos. Al poco tiempo, en cada recoveco de la nave resuenan al unísono sus carcajadas, tan absurdas como inevitables. Tienen el sesgo histérico de esas risas inoportunas que bordean el llanto tan frecuentes en los funerales.

Pero, sea como sea, una risa sigue siendo una risa. Y, aunque dura sólo unos segundos, les hace bien.

-Es tan jodidamente extraño… -murmura ella al fin, casi hablando consigo misma- Si hubiese una forma de saber, algo así como un manual de instrucciones para un caso así…

-¡Un manual de instrucciones!- grita él con un gesto de “eureka” dibujado en el rostro- ¡Pues claro!

Ella le pregunta de qué está hablando pero, sin molestarse en contestar, él ya está navegando por los controles del ordenador de a bordo, la vista fija en la pantalla como un poseso. Ella sigue con la mirada múltiples menús abriéndose y cerrándose a gran velocidad, hasta que, por fin, en el monitor sólo aparece escrito “PALABRA CLAVE:”. Debajo, en una línea aparte, una palabra que ninguno de los dos había leído antes en su vida.

-¿Qué es eso?- pregunta ella.

-Al haber un mech en la nave- comienza él visiblemente excitado- lo lógico era que el ordenador de a bordo tuviese cargado algo así como un manual de instrucciones. Y, efectivamente: incluye una completa guía de usuario para el flamante modelo de humanoide 89-B9. Mantenimiento, funcionalidades, garantía…

-¿Y lo de la palabra clave?- le corta ella.

-Como sabes, los mechs están hechos a imagen y semejanza de los humanos. Los últimos modelos son tan perfectos que es imposible diferenciarlos. Por eso, existe una palabra clave que un mech es incapaz de decir. Su programación se lo impide.

-Así que… ¿Basta con decir en voz alta esa palabra para probar que eres humano?

Él asiente con gravedad. Ambos miran la pantalla. De repente, la insignificante palabra ha ganado una importancia capital para ambos. No lo dicen ni es necesario hacerlo para comprender que ambos la están pronunciando mentalmente pero ninguno se atreve a decirla en voz alta. Los minutos vuelven a ser pesadas losas y el silencio es ahora un muro físico.

-No puedo- declara él al fin, casi sollozando-. Sólo pensar que mi vida puede ser una mentira… No. No soy capaz. Dilo tú.

Ella le mira. Duda, indecisión, reproche, comprensión… Todo se funde en sus ojos.

-Vale- termina replicando-, allá voy.

Se pasa la lengua lentamente por los labios. Toma aire como si pronunciar dos sílabas fuera un ejercicio imposible. Cierra los ojos. Expira. Vuelve a abrir los ojos.

-Mira – propone con resolución-, hagamos una cosa: a la cuenta de tres, ambos decimos la palabra a la vez. ¿De acuerdo?

-De acuerdo- responde él con un susurro.

-Bien- ella se relame una última vez-. Una, dos y… tres.

-“Shorai”- dice una voz.

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